Cuando llegó al cuartucho que el centro de salud le había proporcionado para vivir supo que no tenía que estar ahí. Cuatro paredes grises, sin cama, ni baño, ni otro indicio que le hiciera sentir que aquello era una vivienda. Había cucarachas rondando el suelo y para ir al aseo tenía que cruzar un terreno baldío y compartirlo con otros compañeros de trabajo.
Mariana Sánchez, de 25 años, quiso salir corriendo de allí. Estaba sola, sin apenas capacidad para comunicarse, pues la señal de teléfono e Internet no llegaba hasta este espacio pegado a la clínica de un municipio rural en medio de la selva Lacandona (Chiapas), donde iba a trabajar durante un año como médica en prácticas. Y en ese rincón abandonado del México pobre, un compañero comenzó a acosarla. “Aquello era un infierno”, cuenta por videollamada su madre, María de Lourdes Dávalos.
El viernes el cadáver de Mariana fue hallado colgado de una cuerda en ese cuarto del terror. Ni las autoridades, ni el abogado de la familia pueden explicar los detalles de su muerte. Dávalos no dispone, seis días después, de la carpeta de investigación ni de los avances mínimos que ha llevado a cabo la Fiscalía, que desde un primer momento cerró el caso concluyendo que fue la misma joven quien decidió quitarse la vida. Ahora, ante la presión social, se ha reabierto la carpeta e investigan un posible feminicidio. Y en la cabeza de su madre conforme se acerca a aquella noche solo caben más dudas. Y una sola certeza. “Mariana no se suicidó, a Mariana la mataron”, cuenta a este diario Dávalos.
Sánchez no eligió ese destino. Nació en la Ciudad de México y desde muy pequeña vivió en casa de sus abuelos en la capital chiapaneca, Tuxtla Gutiérrez, desde donde estudió la carrera de médico cirujano en la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH). El último año de universidad hizo un internado en una clínica pública en Monterrey, a unas pocas horas de su madre, en Saltillo (Coahuila), que se había trasladado hasta esta ciudad del norte del país buscando trabajo como arquitecta. Su siguiente paso consistía en el servicio social previo a comenzar su residencia, un trabajo por el que recibía una beca de 3.000 pesos al mes (unos 150 dólares, 125 euros). Por concurso público, según el promedio de su carrera, terminó Sánchez en el centro de salud de Nueva Palestina, una comunidad indígena en el municipio de Ocosingo (Chiapas), en agosto.
“Al poco tiempo de estar ahí me contó por teléfono que una persona la estaba acosando, un compañero médico que cada vez era más insistente”, relata su madre. Casi no podía comunicarse con su hija, que por las mañanas estaba pasando consulta y al salir del centro se quedaba sin señal. Pero le había prometido que pediría a la directora de la clínica un traslado.
En octubre o noviembre, no recuerda exactamente la fecha, su hija le envió un mensaje a un amigo. “Ese sujeto había forzado la puerta de su cuarto, la compañera enfermera con la que vivía no estaba. Y se metió el tipo. Se había subido a su cama mientras dormía, intentó manosearla. Ella se resistió y huyó”, cuenta Dávalos. Su madre reconoce que pudo haber sido peor de lo que su hija le relataba por teléfono, pero no quiso preocuparla. Desde entonces, Sánchez se reunió con la responsable del centro y le comentó lo sucedido. “Llegó a presentar una renuncia por lo que había pasado. Pero no fue aceptada, le dijeron que la necesitaban ahí. Le llevaron unos tamales y le dijeron que se tomara unos días de descanso para superar el trauma”, cuenta su madre. Las autoridades sanitarias y universitarias de Chiapas han enviado un comunicado rechazando que ellos tuvieran conocimiento de un caso de abuso sexual.
Regresar fue un martirio. A Dávalos le preocupaba que si despedían al compañero médico que la estaba acosando se pudiera vengar de ella. “Yo le insistí en que ya renunciara, pero a ella le urgía terminar su servicio social y comenzar a trabajar como médica. Estuvo meses esperando un traslado que nunca llegó. Nadie le hizo caso”, recuerda su madre. Al compañero lo habían cambiado de turno, pero el infierno continuaba.
Un día antes de su muerte, el jueves 27 de enero, Sánchez tenía sus maletas preparadas en la consulta. Iba a irse, como cada fin de semana, a su casa en Tuxtla. Su madre recuerda la última conversación con su hija: “Estaba muy apurada. Más de lo normal. Tenía mucha prisa y la noté muy angustiada. Me contestó llorando. Insistía en que la estaban acosando y que iba a volver a buscar a la directora. Quedamos en volver a hablar cuando terminara su trabajo, pero ya no pude. Ni siquiera sé si fue esa noche o al día siguiente por la mañana cuando la mataron”.
Ese mismo día, el sábado, el cuerpo de su hija fue incinerado. Dávalos insiste en que ella no firmó ningún consentimiento para cremarla, tampoco sabe si alguien de su familia lo hizo. Incinerar un cadáver tras una muerte violenta, incluso aunque se trate de un suicidio, va en contra del protocolo básico que manda el Código Federal de Procedimientos Penales. Y estos días en los que la indignación por la muerte de Mariana ha escalado al debate público nacional, la Fiscalía reabre el caso como feminicidio sin contar con el cuerpo. La primera necropsia arrojaba pocos datos sobre la muerte, pero apuntaba directamente al suicidio. El abogado privado de la madre busca a contra reloj estos días otros indicios para demostrar esta nueva hipótesis.
El caso de Mariana se ha convertido en el nuevo rostro de la tragedia de los feminicidios en México. Aunque la investigación sigue abierta y sobre las causas de su muerte se plantean todavía incógnitas, el país se encuentra de nuevo ante el terror machista mil veces contado en este país. La joven denunció ante sus responsables inmediatos lo que estaba sucediendo y nadie hizo nada para protegerla. La incineración del cadáver hace más difícil una investigación pericial de lo que sucedió esa noche. Y el caso de esta médica se asoma al laberinto oscuro de la impunidad que se hace fuerte en un país con más de 10 mujeres al día asesinadas y menos del 90% de los casos resueltos.
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