La lava no permitirá la agricultura a corto plazo, pero los materiales volcánicos son muy ricos en sales y minerales metálicos
Tras la erupción del Timanfaya en septiembre de 1730, el rey Felipe V envió a Lanzarote al obispo Pedro Manuel Dávila y Cárdenas para atestiguar los daños del volcán. Observó que casi toda la vida de la parte sur de la isla había desaparecido bajo las coladas y piroclastos. Sin embargo, también comprobó que la vegetación florecía con fuerza allí donde la capa de cenizas y lapilli (pequeños fragmentos de roca expulsados a la atmósfera) no era demasiado gruesa. Cuando regresaron los lanzaroteños refugiados en las islas cercanas, el prelado impulsó la recuperación de la agricultura aprovechando estos inesperados aliados volcánicos. No es el único caso de la compleja relación de los volcanes con la vida, tan destructiva como creativa.
La historia de Dávila y Cárdenas y cómo aprovechó el infierno expulsado por el volcán lo contaban hace unos años el investigador Francisco José Pérez Torrado y otros colegas en un estudio publicado en la revista científica Geology Today. Pérez Torrado es coordinador del grupo Geología de Terrenos Volcánicos (Geovol) de la Universidad de Las Palmas. Ahora está estudiando la erupción de La Palma sobre el terreno y no tiene mucho tiempo para atender a los periodistas, pero apunta varias claves sobre lo que pasará una vez que la erupción se detenga y la lava se enfríe.
“A corto plazo la lava será malpaís [grandes extensiones rocosas, áridas y de difícil tránsito] que no permitirá la agricultura, salvo que se rellene su superficie con lapilli”, asegura Pérez Torrado. Este lapilli, la porción intermedia de los piroclastos, con un tamaño de entre 2 y 64 milímetros, se conoce en Canarias como picón y fue la clave del éxito de la idea del obispo. Tanto que, tras funcionar en Lanzarote, se exportó al resto de islas, provocando la transición de una agricultura de secano cerealística a otra que combina cultivos mediterráneos con subtropicales. Para muchos, la emergencia del Timanfaya está en la base de la explosión demográfica y el desarrollo que vivió Canarias desde entonces.
Pero sin la geología, la sagacidad del obispo no habría servido para nada. “Los campos de piroclasto y lava poco a poco se meteorizan [una alteración química de sus minerales y vidrio volcánico], formando un suelo muy fértil, por la cantidad de nutrientes que tienen estos materiales volcánicos”, comenta Pérez Torrado. En general, los materiales volcánicos son muy ricos en sales y minerales metálicos. En concreto, las erupciones basálticas propias de lugares como La Palma expulsan al exterior óxido de hierro, magnesio, calcio o potasio, todos ellos esenciales para el florecimiento vegetal. “La velocidad de meteorización [proceso de descomposición de minerales y rocas por distintos agentes erosivos] depende del clima, altitud, pendientes, etcétera, de cada zona. En zonas con climas tropicales, como Hawái, hay erupciones históricas ya totalmente colonizadas por vegetación y formación de suelo. En áreas con climas con menos lluvias, el proceso es mucho más lento”, concluye.
Otra cuestión son las coladas en sí. Como recuerda el vulcanólogo Juan Carlos Carracedo, “si no hay intervención humana tardarán miles de años en ser aprovechables”. Su enfriamiento será cuestión de unas semanas, pero se trata de roca muy dura, de erosión lenta, que, como afirma el catedrático de petrología de la Universidad de Barcelona Domingo Gimeno, “será malpaís durante décadas y tardará milenios en compactarse”.
La erupción de La Palma ha provocado una colada relativamente pequeña, que ocupa una superficie de unas 170 hectáreas, con un frente de 600 metros hasta el momento. Además, buena parte de ella ha ocupado barrancos y ramblas, allanando el terreno. Eso podría facilitar algún tipo de intervención humana que acorte los plazos para recuperar la tierra.
Sin que los humanos intervengan, la naturaleza se toma su tiempo en regresar, pero al final vuelve. El Programa de Vulcanismo Global del Instituto Smithsonian documenta los volcanes de la Tierra y su historia eruptiva durante los últimos 10.000 años. De ellos, 404 han entrado en erupción desde 1883, año en el que le tocó el turno al Krakatoa. Usando esa base de datos, un grupo de científicos ha analizado cómo afectan estos rugidos de la tierra a los ecosistemas y cómo se recuperan del golpe.
Las tres erupciones más estudiadas por los ecólogos son la del monte Santa Helena (en el noroeste de Estados Unidos) en 1980; la de Surtsey, una isla que emergió al sur de Islandia en 1963; y la del Krakatoa, cuya erupción destrozó parte de este archipiélago indonesio, pero creó nuevas islas. En estos tres ejemplos coinciden dos elementos que ayudan a los científicos a entender la compleja relación entre volcanes y vida: cada uno de ellos está en una latitud caracterizada por un clima diferente (atlántico, subártico y tropical). Además, se trató de tres tipos de erupciones diferentes.
Este estudio, que forma parte del libro The Encyclopedia of Volcanoes, muestra cómo la erupción del Santa Helena arrojó grandes cantidades de piroclastos enterrándolo todo bajo más de un metro de cenizas volcánicas, cuando no por la lava directamente. Buena parte de este material eran fragmentos de pumita, roca de alta porosidad conocida como piedra pómez. A pesar de la destrucción inicial, los primeros altramuces del Pacífico, una herbácea emparentada con los guisantes, volvieron a colonizar las laderas del volcán dos años después del estallido. Y, por su capacidad para fijar el nitrógeno, crearon las condiciones para que también regresaran otras especies vegetales, sentando las bases para la recuperación ecológica.
“La isla de Surtsey tardó 10 años en tener sus primeros brotes”, recuerda el catedrático de petrología Domingo Gimeno. Pero antes ya habían anidado allí varias especies de aves y, entre los minerales aportados por el volcán y el guano de los pájaros, Surtsey ha experimentado una explosión de vida solo limitada por la dureza del clima. Y es que los principales agentes de cambio en la física de los materiales volcánicos y la recuperación ecológica son el climático y la disponibilidad de agua dulce. Ambos elementos están presentes en el archipiélago de Krakatoa, lo que ayudaría a explicar la riqueza vital de esta parte del mundo a pesar de que la erupción de 1883 alcanzó un índice de explosividad volcánica 6 (sobre 8), de categoría pliniana y consideraba colosal.
“Si no fuera por la destrucción de casas y carreteras, después de una erupción solo tendríamos riqueza”Tan colosal como la del Krakatoa fue la erupción del Pinatubo (Filipinas), en 1991. Capaz de enfriar la temperatura del planeta casi en medio grado por la cantidad de gases que oscurecieron la atmósfera, la erupción descabezó la montaña, reduciendo su altura en casi 300 metros, obligó a la evacuación de miles de personas y acabó con buena parte de la vida de sus laderas. El vulcanólogo Joan Martí, director del grupo Geociencias Barcelona, del CSIC, asegura que ahora “es difícil distinguir dónde se produjo la erupción exactamente”, más allá del enorme cráter que dejó, y todo gracias a la recuperación del entorno. Otro dato: a pesar de la muerte de más de 800 personas, la población de la zona se recuperó y son varios miles los que viven en sus cercanías.
“Más allá de lo simbólico y lo mitológico, muchos de los volcanes de las zonas tropicales están densamente colonizados por los humanos, por sus tierras fértiles, disponibilidad de materiales para la construcción o la existencia de aguas hidrotermales” dice Martí, que concluye recordando: “Si no fuera por la destrucción de casas y carreteras, después de una erupción solo tendríamos riqueza”.